Contexto y ejercicio de los derechos colectivos de los pueblos indígenas o dominación de las culturas amazónicas, quechuas o aimaras?, ¿la respuesta a ese hipotético plan es acaso la autonomía absoluta de dichos pueblos como garantía de no contaminación? Una respuesta aproximada a estas preguntas pasa por examinar si el concepto de multiculturalismo es el más apropiado a la hora de describir lo que pasa en el Perú. Me parece que no, creo que el prefijo multi- presupone la existencia de unidades irreductibles. Creo que levanta fronteras, demarca de una manera demasiado acentuada lo que en la realidad no se presenta así. Carlos Iván Degregori (1999) tiene una frase magnífica al respecto: «No existimos si no es a través y por la existencia de los otros y mediante las miradas mutuas». Claro está que la idea no es disolver las diferencias para, enseguida, modelar un peruano prototípico; pero tampoco es creer que la identidad es el reflejo de uno mismo, y que debe ser remarcada y hasta exagerada para garantizar su sobrevivencia. Las identidades están puestas a prueba todos los días en nuestras inevitables relaciones con los demás. Somos, en buena parte, la hechura del otro. Por eso, Charles Taylor (2009) criticaba la ceguera del liberalismo clásico, que no era capaz de ver las diferencias culturales; y Axel Honneth (1997) advertía que la causa de los conflictos sociales es el menosprecio moral, porque el reconocimiento del otro trae implícita la identidad de los sujetos, del que reconoce y del que es reconocido. Uno no se explica sin el otro. Y esta no es una idea nueva: Hegel decía que «el esclavo es la verdad del amo»; es decir, hace lo que el amo debía hacer y en esa medida lo define, su identidad sería trunca sin el otro. El reconocimiento nos da, a cada uno, una identidad, y nos acerca respetuosamente. El medio de ese acercamiento y realización de nuestras identidades es el diálogo, y por eso lo intercultural resulta, en términos sustantivos e instrumentales, un concepto estratégico que no demarca para separar, sino que acorta la distancia en un mundo en el que irremisiblemente nos tenemos que acercar unos a otros. Por eso, Gadamer (1990) acertadamente dice que en escuchar lo que nos dice algo, y en dejar que se nos diga, reside la exigencia más elevada que se propone el ser humano. La defensa de las identidades no debe tener como objetivo fundar guetos culturales con aires de superioridad. Estamos atravesados por la universalidad y allí radica nuestra ubicación estratégica en el mundo. Ni dominación absoluta ni autonomía plena, sino apertura hacia los demás; sociedades compartidas, en tránsito hacia la definición histórica que en términos reales corresponda con su tiempo. Y en ese sentido, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas acierta al señalar, en su artículo 46, que no se autoriza o alienta acción alguna encaminada a quebrantar o menoscabar, total o parcialmente, la integridad territorial o la unidad política de Estados soberanos e independientes. Y que, en el ejercicio de los derechos enunciados en la presente Declaración, se respetarán los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos. Es preciso reconocer, entonces, que nos hallamos inmersos en una dinámica social incontenible. Los partidarios del purismo cultural, del pueblo-museo, de la 73

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